EL APLOMADO
Edison Marulanda Peña
Con el nuevo escándalo político, debido al complot revelado por las investigaciones periodísticas de Semana y Cambio, el gobierno y la oposición, el Ejecutivo y la Justicia, se propinaron heridas profundas que tomarán tiempo en sanar.
A esta altura del juego, todos han perdido algo. Las ideas para debatir resultaron eclipsadas por la pasión y hasta el nerviosismo desencajó —más de lo habitual— al más poderoso y temerario de los colombianos.
Por esta razón, tiene su mérito el aplomo de un hombre que llamó a la cordura a todos. Incluso al más descompuesto y agresivo de cuantos protagonizaron la trifulca mediática con base en declaraciones y comunicados, el primer mandatario Álvaro Uribe Vélez.
Francisco Santos, quién iba a imaginarlo, es el “ganador” parcial de esta hora convulsa de la política nacional. Y el gran perdedor, ¡que tristeza decirlo! es el Estado de Derecho. Haciendo honor al santo de su onomástico, el dulce y manso Francisco de Asís, habló serenamente en un acto de la gobernación de Cundinamarca; dio un mensaje claro de retornar al debate civilizado y cesar la retórica de la descalificación, a la que son proclives casi todos los políticos colombianos. Respetar la dignidad de la institución presidencial, dijo sin ambages.
No es la primera vez que Francisco Santos dice algo con un argumento simple, con esa vocecita de eterno adolescente, y es acatado. Hace unos meses, cuando se privó de la libertad al senador Álvaro Araujo, por orden de la Corte Suprema, y su hermana María Consuelo ocupaba el cargo de Canciller, seguía empecinada en permanecer en el cargo, Santos le habló al oído del Presidente de la República para que comprendiera que era insostenible en el gabinete.
Es conocida la imagen de este hombre de anteojos, bajito, hincha de Santa Fe, al que en una columna Antonio Caballero, lo describía como “parece una señora mal peinada” —desde entonces cambió de look, para bien de… los peluqueros del país—; se le recuerda cuando hizo gestión internacional para conseguir la sede del Mundial de Fútbol para Colombia en 2014. Pero fracasó, porque los resortes del poder de la FIFA, se pulsan distinto de como se maneja el Congreso Nacional a punta de llamadas y desayunos en la Casa de Nariño. Ya había intentado algo más para “mejorar” la imagen del país, sin desconocer que era caer en la tentación de una deliciosa frivolidad de hombre soñador, la sede del torneo de Miss Universo. Pero tampoco fructificó.
Hasta fue el tema del artículo “El compinche de Dios”, escrito por Fernando Garavito, —texto censurado por Valores Bavaria—, que lo evoca con una pizca de ironía, cuando era el poderoso jefe de redacción de El Tiempo: “(…) Era un tipo encantador. Hacía poco los extraditables lo habían dejado en libertad, y su relato rondaba en mi cabeza. Y aún ronda. Ahora, cuando el se aproxima a regir nuestros destinos colectivos (el día en que a su jefe inmediato le dé un patatús de rabia, será él quien lleve el timón de la patria), he vuelto a su testimonio. Es hermoso. Es humano. Es conmovedor…” (Internet, 19 de mayo de 2002).
No debe ser fácil ni grata la misión de tener que andar por salones de fastuosos palacios del mundo, ante congresistas de USA y Europa, ante directivos de gremios y de ONGs de derechos humanos, atajando preguntas y contrapreguntas de periodistas -como si fuera un portero de fútbol- en conferencias de prensa, para vender la idea de que Colombia es la antesala de la Jerusalén celestial, por obra y gracia de la seguridad democrática.
Sin embargo, esta semana Francisco Santos tuvo su momento estelar. Porque dijo lo justo. Mientras a algunos esta crisis nos ayudó a recordar un viejo tema de la filosofía política: una cosa es el gobierno de las leyes, y otra es el gobierno de los hombres. Y en un Estado de Derecho, nadie puede estar por encima de la ley.